Miercoles por la madrugada

Por TipOpunK


-¡¿En serio lo crees?!
-Pues sí, no se trata nada más de perder el tiempo haciendo cualquier tontería... Bueno, sí se trata de eso, pero... no se trata de perder el tiempo sin razón haciendo cosas nuevas... Sí, ya sé que eso tampoco tiene sentido... Además eso no es lo que quería decir... Es como cuando agarras tu guitarra y no estás ensayando, ni tocando una canción en particular, sino más bien sólo la tocas porque ya te cansaste de escuchar música, ¿me entiendes?

El humo era delineado con fulgores de luz que en la semi oscuridad de la habitación, y la confusión de la plática, eran la única cosa que se podía calificar de real. Un espacio de dos metros cuadrados distanciaba dos cuerpos antropomorfos que compartían además de casa, sangre y vicios. La luna se aburría de ver las mismas nubes que por la estación del año adquirían un color marrón, vistas desde la tierra. Un par de minutos en silencio sosegaron la calma de la madrugada y excitaron los ánimos de los interlocutores.

-Entonces, ¿Qué dices?
-Pues va.
-Acércate.
-¿Y si se dan cuenta?
-Yo cargo toda la culpa, es menos problema si creen que yo soy el responsable.
-Me da miedo.
-Después te toca hacerlo a ti.
-¿Y si lo hago mal? ¿Qué tal si pasa algo malo? ¿Qué tal si sale mal?... Mejor no, mejor cuando haya alguien más, por cualquier cosa...

Ya estaban de pie, frente a frente en medio de la habitación, a un costado de la cama y como a tres metros del espejo de cuerpo entero que remedaba infielmente los movimientos de dos jóvenes barones que estaban como a listados para un ritual, a punto de iniciar una especie de danza indefinible. Una vez más el tabaco de los cigarros tronaba en el silencio que a este punto parecía de cristal. La insignificante voluta de luz naranja remarco el contorno de los dedos y la cara.

-¡Hmm!
-¡Aaahhggrr!
-¡Shhh!
-¡Yaaa!
-¡Shhh!

La noche se detuvo un parpadeo cuando la carne cedió al contacto punzante de la brillante navaja. La sangre, en medio de la oscuridad y del limitadísimo espacio entre el vientre y la mano, se veía tan negra como el petróleo; tal vez un poco menos espesa, sólo un poco menos espesa.

Las dos figuras por un momento parecían una sola, unidas por la luz que reflejaba la hoja de acero y que provenía de la superficie lunar. Fue sólo un instante, antes de que se escuchara el sonido de la reacción. Fue sólo un tempo. Fue la insignificante sección de la eternidad que retrataba un instinto humano apagado por la civilización, un deseo concedido. Una mano sosteniendo una navaja que a su vez entraba, delicada y contundente, no lenta y abusante, en un vientre erguido.

-¿Estás bien?
-Sí... pásame la toalla... ya no quiero seguir.
-Pero ahora te toca a ti.
-Mejor no, ya no quiero.
-Me lo debes.
-¡Cállate!... Ya no quiero.
-¿Seguro que estás bien?
-Sí.

Las primeras palabras apenas y fueron perceptibles. La conversación ascendió en un crecendo, rematando en un estrépito, y terminando ambiguamente en una sílaba aguda. Seguramente esa había sido la conversación mejor resuelta fonéticamente que hayan podido sostener dos personas en un espacio tan reducido.

Se recostó en la cama presionando la incisión para intentar controlar la hemorragia. Curación. Asepsia. Calma. Como un riff sostenido mucho tiempo.

La duda asaltó la mitad de ese espacio cognitivo: “¿Porqué no lo quiso hacer? Era su turno... talvez tuvo miedo, talvez le dolió mucho”. Desfilaron varios cigarros con su acostumbrado ritmo de vida, lento y contundente a la vez. Y luego apareció como en segundo acto la navaja.

-¡Aahhggrr!
-¡¿Qué hiciste?!
-Te dije que... quería saber qué se siente.
-¡Pendejo! pero dijiste que enterrar el cuchillo... ¡no enterrártelo tu mismo!
-Pues tú no quisiste... hacerlo.
-Acuéstate. ¡Pinche loco!

Serenidad. Silencio entrecortado por gemidos y resuellos. Un último cigarro.
Cuatro horas más tarde el sol borró toda evidencia de ese miércoles por la madrugada.